Hablar de salud mental ya no es un lujo ni una moda. Es una necesidad urgente, sobre todo en un mundo donde aprendimos a funcionar con el dolor escondido, el cansancio disfrazado y la tristeza negada. La terapia —ya sea individual, de pareja o infanto-juvenil— se ha convertido en ese espacio seguro donde aprendemos a mirarnos con honestidad, a ponerle nombre a lo que sentimos y a encontrar nuevas formas de vivir.
En la terapia de pareja, por ejemplo, no se trata de descubrir quién tiene la razón, sino de entender qué heridas están conversando cuando discutimos. Cada conflicto trae una historia: una infancia donde no nos escucharon, un miedo al abandono, una sensación de no ser suficiente. Cuando aprendemos a ver al otro desde la empatía y no desde la defensa, empezamos a construir amor con conciencia, no con necesidad.
En la terapia infanto-juvenil, los niños y adolescentes también nos muestran su dolor, pero a través de su comportamiento: la rabia, el silencio, el aislamiento o la rebeldía son muchas veces su manera de decir “no sé cómo sostener esto solo”. Acompañarlos con respeto, escucha y contención es ofrecerles lo que muchos adultos no tuvieron: una red emocional donde sentirse seguros para crecer.
Sanar no es olvidar ni borrar el pasado. Es aprender a vivir con lo que fue, sin que nos determine lo que será. Y en ese proceso, la terapia no es solo un tratamiento: es un acto de amor propio, un camino de regreso a uno mismo y, muchas veces, a los demás.